sábado, 24 de febrero de 2018

Cuando la muerte clava su aguijón (253-258)


253. A veces la vida familiar se ve desafiada por la muerte de un ser querido. No podemos dejar de ofrecer la luz de la fe para acompañar a las familias que sufren en esos momentos[280]. Abandonar a una familia cuando la lastima una muerte sería una falta de misericordia, perder una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos las puertas para cualquier otra acción evangelizadora.
254. Comprendo la angustia de quien ha perdido una persona muy amada, un cónyuge con quien ha compartido tantas cosas. Jesús mismo se conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo (cf. Jn 11,33.35). ¿Y cómo no comprender el lamento de quien ha perdido un hijo? Porque «es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y también el futuro [...] Y a veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios»[281]. «La viudez es una experiencia particularmente difícil [...] Algunos, cuando les toca vivir esta experiencia, muestran que saben volcar sus energías todavía con más entrega en los hijos y los nietos, y encuentran en esta experiencia de amor una nueva misión educativa [...] A quienes no cuentan con la presencia de familiares a los que dedicarse y de los cuales recibir afecto y cercanía, la comunidad cristiana debe sostenerlos con particular atención y disponibilidad, sobre todo si se encuentran en condiciones de indigencia»[282].

255. En general, el duelo por los difuntos puede llevar bastante tiempo, y cuando un pastor quiere acompañar ese proceso, tiene que adaptarse a las necesidades de cada una de sus etapas. Todo el proceso está surcado por preguntas, sobre las causas de la muerte, sobre lo que se podría haber hecho, sobre lo que vive una persona en el momento previo a la muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de liberación interior, vuelve la paz. En algún momento del duelo hay que ayudar a descubrir que quienes hemos perdido un ser querido todavía tenemos una misión que cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar el sufrimiento, como si eso fuera un homenaje. La persona amada no necesita nuestro sufrimiento ni le resulta halagador que arruinemos nuestras vidas. Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya no existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el más allá. Su presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo potente, «es fuerte el amor como la muerte» (Ct 8,6). El amor tiene una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora. Jesús resucitado, cuando su amiga María quiso abrazarlo con fuerza, le pidió que no lo tocara (cf. Jn 20,17), para llevarla a un encuentro diferente.

256. Nos consuela saber que no existe la destrucción completa de los que mueren, y la fe nos asegura que el Resucitado nunca nos abandonará. Así podemos impedir que la muerte «envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro»[283]. La Biblia habla de un Dios que nos creó por amor, y que nos ha hecho de tal manera que nuestra vida no termina con la muerte (cf. Sb 3,2-3). San Pablo se refiere a un encuentro con Cristo inmediatamente después de la muerte: «Deseo partir para estar con Cristo» (Flp 1,23). Con él, después de la muerte nos espera «lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Co 2,9). El prefacio de la Liturgia de los difuntos expresa bellamente: «Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortali­dad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma»Porque «nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios»[284].

257. Una manera de comunicarnos con los seres queridos que murieron es orar por ellos[285]. Dice la Biblia que «rogar por los difuntos» es «santo y piadoso» (2 M 12,44-45). Orar por ellos «puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor»[286]. El Apocalipsis presenta a los mártires intercediendo por los que sufren la injusticia en la tierra (cf. Ap 6,9-11), solidarios con este mundo en camino. Algunos santos, antes de morir, consolaban a sus seres queridos prometiéndoles que estarían cerca ayudándoles. Santa Teresa de Lisieux sentía el deseo de seguir haciendo el bien desde el cielo[287]. Santo Domingo afirmaba que «sería más útil después de muerto [...] Más poderoso en obtener gracias»[288]. Son lazos de amor[289]. porque «la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe [...] Se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales»[290].

258. Si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella. El camino es crecer en el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en que «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap 21,4). De ese modo, también nos prepararemos para reencontrar a los seres queridos que murieron. Así como Jesús entregó el hijo que había muerto a su madre (cf. Lc 7,15), lo mismo hará con nosotros. No desgastemos energías quedándonos años y años en el pasado. Mientras mejor vivamos en esta tierra, más felicidad podremos compartir con los seres queridos en el cielo. Mientras más logremos madurar y crecer, más cosas lindas podremos llevarles para el banquete celestial.
[280] Cf. ibíd., 20.
[281] Catequesis (17 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 19 de junio de 2015, p. 16.
[282] Relación final 2015, 19.
[283] Catequesis (17 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 19 de junio de 2015, p. 16.
[284] Ibíd.
[286] Ibíd.
[287] Cf. Últimas Conversaciones: El «Cuaderno Amarillo» de la Madre Inés (17 julio 1897): Obras Completas, Burgos 1996, 826. A este respecto, es significativo el testimonio de las Hermanas del convento sobre la promesa de santa Teresa de que su salida de este mundo sería «como una lluvia de rosas» ( ibíd., 9 junio, 991).
[288] Jordán de Sajonia, Libellus de principiis Ordinis predicatorum, 93: Monumenta Historica Sancti Patris Nostri Dominici, XVI, Roma 1935, p. 69.
[290] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 49

viernes, 23 de febrero de 2018

ALGUNAS SITUACIONES COMPLEJAS (247-252)



247. «Las problemáticas relacionadas con los matrimonios mixtos requieren una atención específica. Los matrimonios entre católicos y otros bautizados “presentan, aun en su particular fisonomía, numerosos elementos que es necesario valorar y desarrollar, tanto por su valor intrínseco, como por la aportación que pueden dar al movimiento ecuménico”. A tal fin, “se debe buscar [...] una colaboración cordial entre el ministro católico y el no católico, desde el tiempo de la preparación al matrimonio y a la boda” (Familiaris consortio, 78). Acerca de la participación eucarística, se recuerda que “la decisión de permitir o no al contrayente no católico la comunión eucarística debe ser tomada de acuerdo con las normas vigentes en la materia, tanto para los cristianos de Oriente como para los otros cristianos, y teniendo en cuenta esta situación especial, es decir, que reciben el sacramento del matrimonio dos cristianos bautizados. Aunque los cónyuges de un matrimonio mixto tienen en común los sacramentos del bautismo y el matrimonio, compartir la Eucaristía sólo puede ser excepcional y, en todo caso, deben observarse las disposiciones establecidas” (Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, 25 marzo 1993, 159-160)»[271].

248. «Los matrimonios con disparidad de culto constituyen un lugar privilegiado de diálogo interreligioso [...] Comportan algunas dificultades especiales, sea en lo relativo a la identidad cristiana de la familia, como a la educación religiosa de los hijos [...] El número de familias compuestas por uniones conyugales con disparidad de culto, en aumento en los territorios de misión, e incluso en países de larga tradición cristiana, requiere urgentemente una atención pastoral diferenciada en función de los diversos contextos sociales y culturales. En algunos países, donde no existe la libertad de religión, el cónyuge cristiano es obligado a cambiar de religión para poder casarse, y no puede celebrar el matrimonio canónico con disparidad de culto ni bautizar a los hijos. Por lo tanto, debemos reafirmar la necesidad de que la libertad religiosa sea respetada para todos»[272]. «Se debe prestar especial atención a las personas que se unen en este tipo de matrimonios, no sólo en el período previo a la boda. Desafíos peculiares enfrentan las parejas y las familias en las que uno de los cónyuges es católico y el otro un no-creyente. En estos casos es necesario testimoniar la capacidad del Evangelio de sumergirse en estas situaciones para hacer posible la educación en la fe cristiana de los hijos»[273].

249. «Las situaciones referidas al acceso al bautismo de personas que están en una condición matrimonial compleja presentan dificultades particulares. Se trata de personas que contrajeron una unión matrimonial estable en un momento en que al menos uno de ellos aún no conocía la fe cristiana. Los obispos están llamados a ejercer, en estos casos, un discernimiento pastoral acorde con el bien espiritual de ellos»[274].

250. La Iglesia hace suyo el comportamiento del Señor Jesús que en un amor ilimitado se ofrece a todas las personas sin excepción[275]. Con los Padres sinodales, he tomado en consideración la situación de las familias que viven la experiencia de tener en su seno a personas con tendencias homosexuales, una experiencia nada fácil ni para los padres ni para sus hijos. Por eso, deseamos ante todo reiterar que toda persona, independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada en su dignidad y acogida con respeto, procurando evitar «todo signo de discriminación injusta»[276], y particularmente cualquier forma de agresión y violencia. Por lo que se refiere a las familias, se trata por su parte de asegurar un respetuoso acompañamiento, con el fin de que aquellos que manifiestan una tendencia homosexual puedan contar con la ayuda necesaria para comprender y realizar plenamente la voluntad de Dios en su vida[277].

251. En el curso del debate sobre la dignidad y la misión de la familia, los Padres sinodales han hecho notar que los proyectos de equiparación de las uniones entre personas homosexuales con el matrimonio, «no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia [...] Es inaceptable que las iglesias locales sufran presiones en esta materia y que los organismos internacionales condicionen la ayuda financiera a los países pobres a la introducción de leyes que instituyan el “matrimonio” entre personas del mismo sexo»[278].

252. Las familias monoparentales tienen con frecuencia origen a partir de «madres o padres biológicos que nunca han querido integrarse en la vida familiar, las situaciones de violencia en las cuales uno de los progenitores se ve obligado a huir con sus hijos, la muerte o el abandono de la familia por uno de los padres, y otras situaciones. Cualquiera que sea la causa, el progenitor que vive con el niño debe encontrar apoyo y consuelo entre las familias que conforman la comunidad cristiana, así como en los órganos pastorales de las parroquias. Además, estas familias soportan a menudo otras problemáticas, como las dificultades económicas, la incertidumbre del trabajo precario, la dificultad para la manutención de los hijos, la falta de una vivienda»[279].
[271] Relación final 2015, 72.
[272] Ibíd., 73.
[273] Ibíd., 74.
[274] Ibíd., 75.
[275] Cf. Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), 12: AAS107 (2015), 407.
[279] Relación final 2015, 80.

ACOMPAÑAR DESPUES DE RUPTURAS Y DIVORCIOS (241-245)

241. En algunos casos, la valoración de la dignidad propia y del bien de los hijos exige poner un límite firme a las pretensiones excesivas del otro, a una gran injusticia, a la violencia o a una falta de respeto que se ha vuelto crónica. Hay que reconocer que «hay casos donde la separación es inevitable. A veces puede llegar a ser incluso moralmente necesaria, cuando precisamente se trata de sustraer al cónyuge más débil, o a los hijos pequeños, de las heridas más graves causadas por la prepotencia y la violencia, el desaliento y la explotación, la ajenidad y la indiferencia»[257]. Pero «debe considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier intento razonable haya sido inútil»[258].

242. Los Padres indicaron que «un discernimiento particular es indispensable para acompañar pastoralmente a los separados, los divorciados, los abandonados. Hay que acoger y valorar especialmente el dolor de quienes han sufrido injustamente la separación, el divorcio o el abandono, o bien, se han visto obligados a romper la convivencia por los maltratos del cónyuge. El perdón por la injusticia sufrida no es fácil, pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad de una pastoral de la reconciliación y de la mediación, a través de centros de escucha especializados que habría que establecer en las diócesis»[259]Al mismo tiempo, «hay que alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto a casar —que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial— a encontrar en la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. La comunidad local y los pastores deben acompañar a estas personas con solicitud, sobre todo cuando hay hijos o su situación de pobreza es grave»[260]. Un fracaso familiar se vuelve mucho más traumático y doloroso cuando hay pobreza, porque hay muchos menos recursos para reorientar la existencia. Una persona pobre que pierde el ámbito de la tutela de la familia queda doblemente expuesta al abandono y a todo tipo de riesgos para su integridad.

243. A las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que «no están excomulgadas» y no son tratadas como tales, porque siempre integran la comunión eclesial[261]. Estas situaciones «exigen un atento discernimiento y un acompañamiento con gran respeto, evitando todo lenguaje y actitud que las haga sentir discriminadas, y promoviendo su participación en la vida de la comunidad. Para la comunidad cristiana, hacerse cargo de ellos no implica un debilitamiento de su fe y de su testimonio acerca de la indisolubilidad matrimonial, es más, en ese cuidado expresa precisamente su caridad»[262].

244. Por otra parte, un gran número de Padres «subrayó la necesidad de hacer más accesibles y ágiles, posiblemente totalmente gratuitos, los procedimientos para el reconocimiento de los casos de nulidad»[263]. La lentitud de los procesos irrita y cansa a la gente. Mis dos recientes documentos sobre esta materia[264] han llevado a una simplificación de los procedimientos para una eventual declaración de nulidad matrimonial. A través de ellos también he querido «hacer evidente que el mismo Obispo en su Iglesia, de la que es constituido pastor y cabeza, es por eso mismo juez entre los fieles que se le han confiado»[265]. Por ello, «la aplicación de estos documentos es una gran responsabilidad para los Ordinarios diocesanos, llamados a juzgar ellos mismos algunas causas y a garantizar, en todos los modos, un acceso más fácil de los fieles a la justicia. Esto implica la preparación de un número suficiente de personal, integrado por clérigos y laicos, que se dedique de modo prioritario a este servicio eclesial. Por lo tanto, será, necesario poner a disposición de las personas separadas o de las parejas en crisis un servicio de información, consejo y mediación, vinculado a la pastoral familiar, que también podrá acoger a las personas en vista de la investigación preliminar del proceso matrimonial (cf. Mitis Iudex Dominus Iesus, art. 2-3)»[266].

245. Los Padres sinodales también han destacado «las consecuencias de la separación o del divorcio sobre los hijos, en cualquier caso víctimas inocentes de la situación»[267]. Por encima de todas las consideraciones que quieran hacerse, ellos son la primera preocupación, que no debe ser opacada por cualquier otro interés u objetivo. A los padres separados les ruego: «Jamás, jamás, jamás tomar el hijo como rehén. Os habéis separado por muchas dificultades y motivos, la vida os ha dado esta prueba, pero que no sean los hijos quienes carguen el peso de esta separación, que no sean usados como rehenes contra el otro cónyuge. Que crezcan escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque no estén juntos, y que el papá habla bien de la mamá»[268]. Es una irresponsabilidad dañar la imagen del padre o de la madre con el objeto de acaparar el afecto del hijo, para vengarse o para defenderse, porque eso afectará a la vida interior de ese niño y provocará heridas difíciles de sanar.

246. La Iglesia, aunque comprende las situaciones conflictivas que deben atravesar los matrimonios, no puede dejar de ser voz de los más frágiles, que son los hijos que sufren, muchas veces en silencio. Hoy, «a pesar de nuestra sensibilidad aparentemente evolucionada, y todos nuestros refinados análisis psicológicos, me pregunto si no nos hemos anestesiado también respecto a las heridas del alma de los niños [...] ¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las familias donde se trata mal y se hace el mal, hasta romper el vínculo de la fidelidad conyugal?»[269]. Estas malas experiencias no ayudan a que esos niños maduren para ser capaces de compromisos definitivos. Por esto, las comunidades cristianas no deben dejar solos a los padres divorciados en nueva unión. Al contrario, deben incluirlos y acompañarlos en su función educativa. Porque, «¿cómo podremos recomendar a estos padres que hagan todo lo posible para educar a sus hijos en la vida cristiana, dándoles el ejemplo de una fe convencida y practicada, si los tuviésemos alejados de la vida en comunidad, como si estuviesen excomulgados? Se debe obrar de tal forma que no se sumen otros pesos además de los que los hijos, en estas situaciones, ya tienen que cargar»[270]. Ayudar a sanar las heridas de los padres y ayudarlos espiritualmente, es un bien también para los hijos, quienes necesitan el rostro familiar de la Iglesia que los apoye en esta experiencia traumática. El divorcio es un mal, y es muy preocupante el crecimiento del número de divorcios. Por eso, sin duda, nuestra tarea pastoral más importante con respecto a las familias, es fortalecer el amor y ayudar a sanar las heridas, de manera que podamos prevenir el avance de este drama de nuestra época.
[267] Relatio synodi 2014, 47.
[268] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[269] Catequesis (24 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de junio de 2015, p. 16.
[270] Catequesis (5 agosto 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 7-14 de agosto de 2015, p. 2

VIEJAS HERIDAS (239-240)

239. Es comprensible que en las familias haya muchas crisis cuando alguno de sus miembros no ha madurado su manera de relacionarse, porque no ha sanado heridas de alguna etapa de su vida. La propia infancia o la propia adolescencia mal vividas son caldo de cultivo para crisis personales que terminan afectando al matrimonio. Si todos fueran personas que han madurado normalmente, las crisis serían menos frecuentes o menos dolorosas. Pero el hecho es que a veces las personas necesitan realizar a los cuarenta años una maduración atrasada que debería haberse logrado al final de la adolescencia. A veces se ama con un amor egocéntrico propio del niño, fijado en una etapa donde la realidad se distorsiona y se vive el capricho de que todo gire en torno al propio yo. Es un amor insaciable, que grita o llora cuando no tiene lo que desea. Otras veces se ama con un amor fijado en una etapa adolescente, marcado por la confrontación, la crítica ácida, el hábito de culpar a los otros, la lógica del sentimiento y de la fantasía, donde los demás deben llenar los propios vacíos o seguir los propios caprichos.

240. Muchos terminan su niñez sin haber sentido jamás que son amados incondicionalmente, y eso lastima su capacidad de confiar y de entregarse. Una relación mal vivida con los propios padres y hermanos, que nunca ha sido sanada, reaparece y daña la vida conyugal. Entonces hay que hacer un proceso de liberación que jamás se enfrentó. Cuando la relación entre los cónyuges no funciona bien, antes de tomar decisiones importantes conviene asegurarse de que cada uno haya hecho ese camino de curación de la propia historia. Eso exige reconocer la necesidad de sanar, pedir con insistencia la gracia de perdonar y de perdonarse, aceptar ayuda, buscar motivaciones positivas y volver a intentarlo una y otra vez. Cada uno tiene que ser muy sincero consigo mismo para reconocer que su modo de vivir el amor tiene estas inmadureces. Por más que parezca evidente que toda la culpa es del otro, nunca es posible superar una crisis esperando que sólo cambie el otro. También hay que preguntarse por las cosas que uno mismo podría madurar o sanar para favorecer la superación del conflicto.

CRISIS COMUNES (235-238)


235. Hay crisis comunes que suelen ocurrir en todos los matrimonios, como la crisis de los comienzos, cuando hay que aprender a compatibilizar las diferencias y desprenderse de los padres; o la crisis de la llegada del hijo, con sus nuevos desafíos emocionales; la crisis de la crianza, que cambia los hábitos del matrimonio; la crisis de la adolescencia del hijo, que exige muchas energías, desestabiliza a los padres y a veces los enfrenta entre sí; la crisis del «nido vacío», que obliga a la pareja a mirarse nuevamente a sí misma; la crisis que se origina en la vejez de los padres de los cónyuges, que reclaman más presencia, cuidados y decisiones difíciles. Son situaciones exigentes, que provocan miedos, sentimientos de culpa, depresiones o cansancios que pueden afectar gravemente a la unión.

236. A estas se suman las crisis personales que inciden en la pareja, relacionadas con dificultades económicas, laborales, afectivas, sociales, espirituales. Y se agregan circunstancias inesperadas que pueden alterar la vida familiar, y que exigen un camino de perdón y reconciliación. Al mismo tiempo que intenta dar el paso del perdón, cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si no ha creado las condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores. Algunas familias sucumben cuando los cónyuges se culpan mutuamente, pero «la experiencia muestra que, con una ayuda adecuada y con la acción de reconciliación de la gracia, un gran porcentaje de crisis matrimoniales se superan de manera satisfactoria. Saber perdonar y sentirse perdonados es una experiencia fundamental en la vida familiar»[254]. «El difícil arte de la reconciliación, que requiere del sostén de la gracia, necesita la generosa colaboración de familiares y amigos, y a veces incluso de ayuda externa y profesional»[255].

237. Se ha vuelto frecuente que, cuando uno siente que no recibe lo que desea, o que no se cumple lo que soñaba, eso parece ser suficiente para dar fin a un matrimonio. Así no habrá matrimonio que dure. A veces, para decidir que todo acabó basta una insatisfacción, una ausencia en un momento en que se necesitaba al otro, un orgullo herido o un temor difuso. Hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más.

238. En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para volver a elegir al otro como compañero de camino, más allá de los límites de la relación, y aceptan con realismo que no pueda satisfacer todos los sueños acariciados. Evitan considerarse los únicos mártires, valoran las pequeñas o limitadas posibilidades que les da la vida en familia y apuestan por fortalecer el vínculo en una construcción que llevará tiempo y esfuerzo. Porque en el fondo reconocen que cada crisis es como un nuevo «sí» que hace posible que el amor renazca fortalecido, transfigurado, madurado, iluminado. A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las raíces profundas de lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva. Con esta actitud de constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones difíciles. De todos modos, reconociendo que la reconciliación es posible, hoy descubrimos que «un ministerio dedicado a aquellos cuya relación matrimonial se ha roto parece particularmente urgente»[256].

[254] Relatio synodi 2014, 44.
[255] Relación final 2015, 81.
[256] Ibíd., 78.