154. No está de más recordar que, aun dentro del matrimonio, la sexualidad puede convertirse en fuente de sufrimiento y de manipulación. Por eso tenemos que reafirmar con claridad que «un acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos»[156]. Los actos propios de la unión sexual de los cónyuges responden a la naturaleza de la sexualidad querida por Dios si son vividos «de modo verdaderamente humano»[157]. Por eso, san Pablo exhortaba: «Que nadie falte a su hermano ni se aproveche de él» (1 Ts 4,6). Si bien él escribía en una época en que dominaba una cultura patriarcal, donde la mujer se consideraba un ser completamente subordinado al varón, sin embargo enseñó que la sexualidad debe ser una cuestión de conversación entre los cónyuges: planteó la posibilidad de postergar las relaciones sexuales por un tiempo, pero «de común acuerdo» (1 Co 7,5).[156] Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 13: AAS 60 (1968), 489.
[157] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 49.
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